Primer
Cantar
Circunstancias
inapelables
“El
sol se desperezaba por los cerros, cansado de salir cada día y
encontrarse, como siempre, solo”.
Algún
día, hoy
| ANGELA
BECERRA
Había
una vez, en un feudo sin rey, una tierra sin nombre.
Un
territorio horadado por cientos de ríos que alimentan sin descanso
los profundos mares circundantes,
de cristalinas
y gélidas aguas.
Un
país confinado por una orografía adversa, de montañas que se
extienden desde el cielo hasta infierno; ajadas
cumbres diluidas entre nubes densas como resultado del obstinado
llanto de alguna deidad melancólica; profundos y lúgubres valles
llenos de riachuelos cantarines y árboles centenarios. Gigantes
legendarios de torsos deformes por el peso del tiempo, dotados con
docenas de extremidades huesudas y nudosas, a los cielos implorantes.
Impasibles bestias temerosas que rinden pleitesía a Madre Tierra y
ofrecen, a modo de dádiva, la espesa cobija de sus hojas muertas
ante la enfermiza quietud hibernal. Fantasmales presencias agazapadas
entre las nieblas de la mañana, como si,
cadáveres de colosos huidos de la destrucción de una inexistente
ciudad bíblica, sintieran la necesidad de echar un último vistazo.
Nieblas
tan densas como el verdor que supura de la tierra con los primeros
rayos de sol primaveral. Un velo de turbia tristeza que,
a modo de censura invernal,
anega los valles sin misericordia alguna, cubriendo de melancolías y
quebrantos las almas de sus gentes.
|
Cruise
2020 | 215x250 | Bolígrafo sobre papel. |
Una
tierra implacable donde a
duras
penas sobreviven los más fuertes.
Un
reino gobernado por el hambre y la pobreza; por el frío y la
humedad. Circunstancias inapelables que calan en sus gentes hasta lo
más hondo de huesos y almas. Gentes temerosas ante la certeza de la
muerte y su aparente inevitabilidad. Temores, éstos, que crecen en
lo profundo de bosques, valles y arroyos; en las sombras saltarinas
de los hogares; en la densa ignorancia colectiva. Temores
difusos
de contornos e intensidades. Gentes recelosas de la oscuridad y los
males a los que ésta cobija. Entes informes de poderes inciertos.
Agazapadas formas etéreas en las mentes de los azorados. Miedos
oriundos exhalados por la tierra como el hálito de un moribundo.
Recelos implantados por quienes deben consolar y reconfortar las
almas piadosas. Una curia que predica austeridad, mientras vive
sumida en la abundancia de la que todos carecen. Arropada por
malicias manufacturadas y envidias autóctonas.
Un
mundo despiadado; piadoso tan solo con los malvados.
Segundo
Cantar
El
tajo de Mercurio
“El
roble recuerda la bellota, la bellota sueña al roble, el tocón vive
en ambos.”
Tormenta
de espadas | G.R.R. MARTIN
Un
valle abierto, que escurre sin premura las cristalinas aguas de un
riachuelo hasta el mar, aloja en su seno una
villa cálida y hogareña. Un lugar donde el sol brilla sin recelos y
las aguas manan de las calderas del mismo Vulcano. Caldas sulfurosas
que llevaron a alguna legión de romanos imperiales a asentarse en
las inmediaciones. Fundando así, hace ya dos siglos, la pequeña
población que ha llegado hasta nuestros días. A penas un puñado de
edificaciones a las que Ptolomeo, el griego, refirió como Aquis
Calidae.
Es
presumible que no fueron recibidos con regocijo por los oriundos
castrenses, pero el tiempo pasó otorgando la supremacía a los
extranjeros, fundiendo la genética autóctona
con la de los invasores. Sangre oriunda y foránea fundida para
engendrar una nueva estirpe.
Fenestram
2020 | 250x215 | Bolígrafo sobre papel.
Enraizado
en las inmediaciones de la vaporosa villa se alzaba un bosque
lúgubre, tajado a cuchillo por la mando de Mercurio. Densa masa de
vegetación que se extendía en leguas a la redonda como honda en
estanque. Tamiz del sol del verano que éste reduce a un recuerdo
tenue. La luna invernal se cierne entre la maraña de ramas desnudas
hasta el tapete de hojas inertes.
Un
profundo surco en la tierra, horadado desde tiempos inmemoriales por
el constante trasiego de viajeros y peregrinos, segregaba la espesura
en dos grandes masas, como estudiantes en aulas de post guerra:
castanea
sativae1
a poniente, quercus
robora2
a
naciente. Frontera de tierra muerta donde nada crecía en tres varas
sobre cada costado de la fatal hendidura. Transeúntes, foráneos
todos, buscaban acortar trayecto camino de las caldas aledañas.
En
el centro de dicha senda, en lo más profundo del bosque, se alzaba
en precario equilibrio, como escenario de un ancestral aquelarre, el
hogar de la pequeña Icaria y su estirpe. Un hogar donde nunca se
desperdiciaban mendrugos de pan, sonrisas ni abrazos. Donde por
desafortunado que hubiese sido el día, nadie, residente o visitante,
salía con el buche vacío. Un matriarcado sollozante por la
ausencia
de figura paterna, gobernado por Madre Luna: dama menuda, de pulso
firme y convicciones tenaces.
La
desafortunada edificación siempre llena de gente, propia y fiada,
mantenía sus puertas abiertas al completo y congregaba cada día a
la totalidad de los infantes de la zona. Almas incorruptas que,
desoyendo las palabras de la
matriarca,
se adentraban con sus juegos en la densa espesura. Atesoraban
castañas y bellotas que devoraban a escondidas entre juegos y
chanzas. Corrían, trepaban y disfrutaban el momento como jóvenes
montaraces; más cómodos entre la hojarasca que ante un pupitre.
Pacíficos guerreros de una mesnada de infantes aventureros.
Hombrecillos en potencia dotados ya de su propio código de honor.
Una conciencia de grupo por todos acatada de motu
propio,
y que se resumía en una sola palabra: Respeto.
La hueste, primero. El Bosque Binario. El mundo, luego. Soldados sin
armas ni aspiración bélica alguna; sin capitán, ni segundo. Sin
enemigo a batir. Más caterva que tropa, más niños que adultos. Más
utópicos que recelosos.
|
Quintus
2020 | 250x215 | Bolígrafo sobre papel.
Entre
sus filas, casi como miembro honorífico, Icaria. Piel blanca como
nieve de cumbre escarpada, espolvoreada por deseo y
sueños
inalcanzables, cráteres y polvo de estrellas; o tan solo pecas y
lunares que saturaban la piel de un alma sin mácula, sobre un cuerpo
en órbita perenne. Fue esto y no otro lo que consolidó entre sus
coetáneos el acertado sobrenombre de «Hija de la Luna». Cascada de
largos cabellos trigueños que
atesoraba
hasta el alba la luz del ocaso; indeleble impronta,
ésta, dejada
por su padre, el Sol. Seca de carnes y sobria de alzada. Lengua
incisiva. Mirada limpia y mente ágil. Corazón de toro embravecido.
Cobija de la bondad del mundo. No se alude aquí a diosa de Olimpo
olvidado; titánide, ninfa o heroína conocida. Versamos, pues, a
cerca de una criatura acomplejada e intrigada por el resultado de tan
insólita conjugación genética y sus pormenores.
Tercer
cantar
Rumores
del Bosque Binario
“Era
una niña cuya alma parece haber envejecido antes de tiempo.”
El
jardín olvidado
|
KATE
MORTON
Octogenario
maltrecho con destino a
las termas locales, recorría afanoso
el funesto surco ayudándose con su vara de crylus
avellana3.
Caminaba encorvado por el dolor y el tiempo. Huesos deformes y
desgastados.
Sin
previo aviso la hueste infantil surgió de naciente en tropel. No se
anunciaron a toque de cuerno. No hubo gritos de guerra, ni tintineo
de metales. Tan solo un sonido envolvente, sordo y sin eco, como el
graznido de un anas
platyrhynchos4.
La mesnada invadió tierra de nadie a galope tendido. Sortearon al
anciano sin reparar en él siquiera.
Desaparecieron
entre las espesas sombras suspendidas a poniente. De entre la
polvareda alzada, se materializó, inmóvil, la figura enjuta de una
chiquilla. Poco más que un palo enhiesto en medio del camino. Piel
blanca, pies descalzos y la larga cabellera repleta de sol revuelta
por la algarada. Cruce de miradas. Inquisitiva, la aparecida;
reprobatoria, el caminante. Jadeante, ella; sin aliento, él.
|
Manibus
2020 | 250x215 | Bolígrafo sobre papel.
-¿De
dónde zalís, pequeña?- la voz rota y profunda del anciano retumbó
en las paredes del surco, diluyéndose sobre su extensión.
-De
levante- dijo aderezándose los largos cabellos solares con la zurda.
-¿Y
a dónde oz dirigíz con tanta prezteza?- preguntó tras tal obviedad
en su respuesta.
-A
poniente- señalaba con indiferencia el robledal.
El
anciano siguió con la mirada la indicación de la pequeña.
-Interezante-
dijo volviéndose a contemplarla.
-¿Y
vos?- su voz, como contrapunto a la del caminante, era dulce y
aterciopelada, como el canto de un sturnus
vulgaris5.
-Roque
pretende llegar a laz termaz. ¿Ce halla en el buen camino?-
controlaba con mesura la
entonación
en
cada palabra y pronunciaba su
nombre como si no fuese más que un vulgar secretario de sí mismo.
-No
os apartéis de esta senda y arribareis sin contratiempo.- Recelando
de los ancianos silencios se aventuró. -¿Os encontráis bien?
-Dezfallece
por momentoz- dijo tras un hondo suspiro. -Eztá demaciado viejo para
caminar tantaz leguaz. Ademáz, hace díaz que no ce hecha nada al
gaznate…
Con
dedos ágiles, la pequeña aflojó la lazada que ceñía la bolsa de
cuero a su cinturita de avispa. Sin mediar palabra, deslizó en la
mano del anciano dos castañas de buen calibre.
-Sentaos
sobre esa peña. Descansad y comed.- Sin esperar respuesta, volteó
sobre sus talones y desapareció.
A
penas había dado cuenta el anciano de los frutos, cuando la niña
volvió a personificarse ante el famélico caminante. Sigilosa.
Jadeante. Revueltas, de
nuevo,
las
hebras
de oro de su cabellera. Un mendrugo de pan duro en la diestra. Una
calabaza de leche en la zurda. Se sentó a su vera y le tendió los
alimentos. Anciano
cabeceo como
agradecimiento.
-Ce
oz ha ezcapado la cuadrilla- comentó con pena tras la primera
acometida.
-Mi
hueste nunca abandona a los suyos- respondió con la seguridad propia
de una valquiria curtida en mil batallas.
-Roque
no
ve que hayan vuelto grupaz- dijo tras descorchar la calabaza y
remojarse el gaznate.
-¿Eso
creéis?- la seguridad en sus respuestas era impropia de su lozanía
-Fijaos.- Señaló a poniente con el mentón y un extraño dejo de
superioridad acompañó el gesto.
El
anciano miró en derredor, sin dejar de masticar. Entre la densa
oscuridad que ante ellos se alzaba, comenzó a discernir formas
humanas, acechando, emboscadas en la espesura.
-¿Lo
veis?- dijo la pequeña Icaria sin volverse a mirarlo.
-Por
zupuezto que lo ve.- La sorpresa por el descubrimiento frenó la
calabaza a un suspiro del octogenario belfo.
La
pequeña,
cerrando su manita en un puño y dejando la punta de los dedos al
frente, se golpeó la cabeza en dos ocasiones. Señal
pactada que hacía saber a sus quintos que todo estaba en orden. Al
instante un suave rumor en la hojarasca descubrió al grupo en
tránsito.
-Zoiz
rápidoz y oz moveiz con azombrozo cigilo.- La calabaza, aún, a un
par de pulgadas de su destino.
-Patrullamos
el Bosque Binario. No necesitamos impedimenta y eso mejora la
movilidad. Tan solo hay que adaptarse al entorno.- indiferencia en la
voz de la niña que se expresaba como una experta en el noble arte
emboscar y acechar, mientras contemplaba sus pies descalzos con
indiferencia.
-¿Ciempre
vaiz dezcalza?
-Tan
solo en verano, y solo cuando rondamos la linea. Un par de zuecos
heredados, pero de grata factura, esperan a buen resguardo la vuelta
al hogar.
-¿Para
qué patrullaiz? ¿Cazáiz para comer?
-Al
contrario. Buscamos trampas de furtivos que desmantelar; animales
heridos, nidos abandonados o crías perdidas. Las llevamos a casa y
las cuidamos hasta que pueden valerse por sí mismas.
-¿Y
entoncez laz zoltaiz?
Rumores
del Bosque Binario armonizaron la espera de una respuesta que nunca
llegó.
-¿Qué
máz lleváiz en la bolza?
|
Glandulae
2020 | 215x250 | Bolígrafo sobre papel.
Deshizo
la lazada,
con movimientos ágiles y certeros,
y
extrajo
del interior una bellota de buena añada. La mostró al anciano
henchida de orgullo, como si de su generosidad hubiese dependido el
crecimiento desmesurado de aquel fruto. Sobre la pequeña mano de la
niña, la semilla parecía más huevo de alectoris
rufa6
que bellota.
Sobre
el fruto, Roque cerró la mano de la pequeña formando un diminuto
puño,
con extrema delicadeza. Envolvió,
a continuación, éste con las suyas toscas y astrosas.
-Zoiz
niña buena; gentil y generoza con el prógimo. Eztáiz llamada a
hacer algo grande.
-Soy
muy pequeña para hacer algo grande, ¿no
creeis?
-No
oz fijeiz en el recipiente, zi no en la pujanza de aquello que
contiene.
Icaria
contemplaba la espesura a la espera de una aclaración que nunca
llegó.
-¿Ecciztió
con anterioridad alguna altruizta en vueztra familia, o zoiz la
primera de vueztra eztirpe?
-Madre
Luna es todo bondad.
-Ez
buena verdad, éza. Roque lo zabe.
Silencio
e incomprensión en los
ojos
de la niña.
-Algún
día, ezta cimiente germinará.- Mientras hablaba, contemplaba
absorto el alma
del bosque
reflejado en las pupilas de la pequeña.
-De ella brotará la gratitud del mundo para con voz. Incignificante
tributo que nunca compenzará la bondad dezpachada.
La
pequeña lo escuchaba hablar como en un idioma desconocido. Nada dijo
por no
comprender.
En
cuanto Roque liberó la presa entre sus manos, la chiquilla comprobó,
maravillada, como el fruto velado se había transmutado, desde la
cúpula al estigma, de tierna bellota en mármol de exquisita talla.
-Cembradla
en zu adecuado lugar y aguardad a que el cielo ce ozscurezca al alba;
a la zazón brotará- dijo mientras retomaba la marcha.
Sin
volverse a mirarla, dejó tras de sí a una Icaria absorta que
atesoraba, embobada, su nueva alhaja marmórea.
Cuarto
cantar
Ensoñaciones
y morriñas
“Usted
es el hidalgo que no sale a los caminos, porque los molinos de viento
los lleva dentro.”
El
maestro de esgrima
|
ARTURO
PEREZ-REVERTE
Pasó
un lustro y luego otro. Icaria olvidó al anciano nigromante de
exquisitos poderes. Incluso un día olvidó el preciado tesoro con
que éste la había agasajado.
Corrió
otro lustro, y luego uno más. Icaria era ya una mujer adulta.
Cargaba en su haber con la experiencia de una vida vivida: de sueños
cumplidos y metas aún por trazar.
Se
fue, entonces, otro lustro, pero Icaria todavía sentía que en su
interior quedaba mucho que ofrecer al mundo.
|
Calciamenti
2020 | 215x250 | Bolígrafo sobre papel.
Fue
entonces, mientras un sol agónico de septiembre teñía de oro el
valle y sus gentes, y estiraba por doquier agazapadas sombras. Fue
entonces, cuando una Icaria melancólica paseaba, flemática, entre
recuerdos de infancia. Resonar pausado de zuecos sobre la desolada
calle
empedrada. Calzado sobrio y funcional antaño; selecto y casi
ornamental en el punto. Piel negra como noche sin luna, con detalles
de plata y armiño sobre una pieza de alnus
glutinosa7.
Cerrados con una lazada que cada mañana era combinada con la
vestimenta elegida.
Tonadilla
monocorde que la transporta con cada paso a una vida anterior.
Recién instruida en el caminar del cristiano congraciado con Dios:
sin premura. Diferente compás, pero idéntica melodía. Tras toda
una infancia de carreras y prisas por llegar a la línea, para volver
a partir sin demora: siempre en patrulla del Bosque Binario. Tras una
adolescencia de brete en brete, con diligencia y presteza, ayudando a
Madre Luna a poner un currusco de pan en la mesa del hogar. Y una
adultez de congoja y recogimiento, pero siempre con paso largo; largo
y veloz.
Caminaba,
digo, errante y sin rumbo, permitiendo que el resonar de la madera la
llevara a revivir un impasse desigual con cada eco sordo de sus
pasos. Los recuerdos de toda una niñez con Madre Luna y su infante
hermano rumbo al mercado o para visitar al doctor, asaltaron la mente
de la dama con la potencia de un rayo. Largas caminatas de ida y
vuelta en fila de a uno, portando bultos y enseres; de balde en
ocasiones; en silencio a ratos.
Era
obligado por entonces, como cortesía hacia el infante, permitirle
otear el puesto de trebejos antes de partir con rumbo al hogar.
Lo
del doctor era otro cantar, trovado de ordinario en fa sostenido.
El
leve balanceo de una losa suelta bajo sus pies trae a Icaria de
regreso hasta el momento presente. Esto es nuevo, piensa sorprendida
al descubrirse de sopetón en medio de aquella calle desierta.
Transportada en el punto desde la funesta línea que cercenaba el
Bosque Binario, des tapizando aquella vía olvidada para descubrir el
empedrado bajo sus pies. Los rumores propios del sombrío ecosistema
llegaban hasta sus oídos y el olor de la hojarasca húmeda que
llenaba sus pulmones tan solo un suspiro antes dieron paso al susurro
monocorde de la milenaria villa de origen romano. El arrullo de pies
descalzos entre la espesura que tanto reconfortaba a una nostálgica
Icaria con la sensación de fraternal amparo, forjada día tras día
e incursión tras incursión junto a la tropa, se desvaneció al paso
de una moto con demasiados decibelios en su escape.
A
pie de calle, oculto tras el vidrio de una ventana, la mirada acerada
y familiar de un anciano que la observaba con el descaro propio de la
edad. Y como si no hubiesen transcurrido más que un par de horas
desde su fugaz encuentro, Roque,
el pintoresco nigromante
capaz de mutar bellota en mármol, pide paso en la línea de
reminiscencia.
Se
cuenta por décadas el tiempo en que un diminuto y extinto parterre
ocupaba el centro del pequeño ágora. En él, con ilusión y
curiosidad, había sepultado Icaria su pétrea simiente siendo aún
una niña. Se perdía en la larga noche de los tiempos el momento en
que ese recuerdo no inundaba sus sentidos. Evocaba ahora, con extrema
nitidez, el suave tacto del marmóreo fruto en su mano. Siempre frio
por más cobijo que le procurase. Tierra húmeda bajo sus uñas tras
escarbar el oportuno hoyo en el que inhumar el pétreo fruto. Miradas
furtivas en el trance de sepultar, lanzadas por oriundos y bañistas,
clavándose en su cabellera trigueña.
Olor acre en los vapores de las caldas rayanas: vahos sulfurados y
sódicos. Todo eso y más, palpitaba ahora bajo las pieles del alma
de una Icaria adulta, tan vívido como en aquella lejana ocasión.
Despedida
incierta de comadres con mucho que decirse. Una que se va, otra que
se queda pero nadie se mueve. Icaria se vuelve para contemplar, de
nuevo, la calle desierta. Ante sus ojos, recortado en blanco sobre el
vano de la puerta de un hogar vacuo, el contorno en sombra del último
quinto de su mesnada al partir sin previo aviso. Costal al hombro y
sin volver la mirada, temerosa de mudar su ser en sal bíblica.
Resignación ante un mundo que se desmorona con languidez. Soledad y
ternura en compañía de Madre Luna. Aún puede sentir sobre su cara
las fanegas de cariño en forma de besos que ésta vertía en ella.
Cálidos aún pese al tiempo, como marcas de fuego bajo la dermis.
Arrullo
monótono de un regato bajo sus pies, evocando el recuerdo de aguas
oscuras como el alma de un pecador orgulloso de serlo. Paralizante
terror de infancia que brota al filo de una vida que se repliega en
retirada. Fatídico el día en que a punto estuvo de entregar su alma
al barquero. Diluidas de nuevo las pupilas de la niña, ya adulta.
Y
arribó el temido momento, tras dos décadas trabajando en las caldas
que dieron origen a la villa termal. Entorno hostil para quien teme
al líquido elemento. Un día para no olvidar jamás. Cuatro flancos
cercados por agua y una horda de fantasmas agazapados bajo el pecho.
Una vida que se debate con la muerte en el vaso del tepidarium.
Tan solo a un puñado de brazadas desde el linde; todo un océano
profundo e infinito. Agua por el esternón. Expulsada, aunque solo de
forma temporal, la ponzoña que la había paralizado desde antaño.
Ante
todo, vida.
Temor
por perder la ajena. Temor por conservar la propia.
Laborioso
es para la dama discernir entre realidad y parábola cuando presente
y pasado se funden ante sus pupilas, de un azul tan suave como piel
de recién nacido. Caminar errático que concluye sin arreglo en la
Praza do Baño, entre ensoñaciones y morriñas. Al doblar la esquina
junto a D. Francisco, el eco de sus pisadas se abre como un río a la
mar, tornando noche el día. No estaba sucediendo en realidad. De
aquello hacía al menos un par de años, pero entonces no había
concedido al episodio la importancia que éste reclamaba a golpe de
repentina y densa oscuridad. A penas un cuarto de hora y el sol
volvió a brillar con su halo de majestuosidad y elegancia. A partir
de ese momento, tal y como había sido profetizado por el secretario
del alquimista, el fruto que Icaria había sepultado en su tierna
infancia comenzó a brotar desplazando las pesadas losas, en un
agónico intento por abrirse paso en busca de un rayo de luna
errante. De la bellota brotó un quercus
robur2
de poderosas raíces. Un tocón casi milenario emergió en el centro
de la plaza y de este, en primavera, floreció una zantedeschia
aethiopica8
de
proporciones titánicas. En apenas unos días, del capullo eclosionó
una joven que, atravesando flor y tallo, se fundía con los restos
del quercus.
El singular conjunto formaba una escultura de finísimo talle e
inmaculado mármol blanco.
Icaria
entró en la plaza cegada por la súbita oscuridad que anegaba su
mirada. Caminó certera al centro de la misma, sabedora de que algo
suyo moraba entre las losas de piedra añeja. Temerosa y confiada por
igual.
Al
rato, el sol hendió las tinieblas. La dama, que antaño había sido
una niña, se encontró, frente a frente con sigo misma. Contempló
con descaro y asombro su pétrea figura. Recortada contra la bóveda
celeste se alzaba, con la soberbia impostada por un cantero
omnisciente, la pétrea mujer-cala germinada tiempo atrás. Velada
mirada perdida en poniente.
Una
braza más abajo, con el corazón encogido por un arrebato de congoja
e incertidumbre, Icaria evoca en su mente extasiada la imagen somera
de su padre, cantero de profesión. Recuerdo etéreo diluido entre
las brumas del tiempo, pero vigoroso en el punto por el embrujo del
momento.
|
Quadratum 2020 | 1000x400 | Bolígrafo sobre madera.
-
Fin -
----- -- · -- -----
1.-
Castanae
savita Castaño
2.-
Quercus
robur Roble
3.-
Corylus
avellana Avellano
4.-
Anas
platyrhynchos Pato
5.-
Sturnus
vulgaris Estornino
6.-
Alectoris
rufa Perdiz
roja
7.-
Alnus
glutinosa Aliso
8.-
Zantedeschia
aethiopica Cala
----- -- · -- -----
Agradecimientos:
No
es riguroso el orden de intervención, pero casí:
ICARIA,
sois el catalizador por el cual ha florecido este relato a su propia
primavera. Principio y fin de una historia que continuaréis
escribiendo con cada paso dado.
Desinteresada
benefactora del mundo y sus criaturas.
Mi
amiga. Dicho a boca llena y con todas las letras.
MONARCA
ESLAVO de nombre real, que circunstancialmente habitáis mi misma
escalera.
Vos
que habéis prestado vuestra ingeniería con diligencia y buen hacer,
sin necesidad de más cuestiones que las imprescindibles.
PROFESOR
DE LATÍN, por iluminar mi ignorancia en esa lengua muerta a la que
dais vida.
Y
a vuestro primogénito, dotado de pistones donde vos y yo tenemos
piernas, por haber porteado, raudo y veloz, mis cuestiones más
básicas.
----- -- · -- -----
No es el problema, es el sudor
que lo resuelve.
No es el regalo, es el amor
que lo envuelve.
Desenchufado | EL
MONO