martes, 3 de mayo de 2022

PEREGRINOS

 

Cuentan las crónicas de la época cómo en los Siete Reinos, los aspirantes a maestre forjaban sus cadenas, eslabón a eslabón, según alcanzabas el dominando de cada una de las distintas disciplinas en estudio.

Éste humilde servidor trata de forjar su propia y particular «cadena», como los legendarios maestres de las crónicas: pieza a pieza, sin prisa pero sin pausa.

 

Todo comenzó en aquel lejano 26 de junio de 2009 en que inicié este proyecto zoológico de avatares clandestinos. Con una fragua humilde y minimalista, sin ningún tipo de pretensión, e ignorándolo todo del noble oficio del herrero.

 

Hace un año te hablé, con mucha ilusión, de aquel eslabón con nombre de mujer que «el apocalipsis zombi» me trajo hasta la puerta de casa: Mandarica y su entrañable doña Eulalia.


Un año después, de nuevo de la mano de Mandarica, llega Tú no sabes quién soy yo: la nueva pieza de esta cadena en construcción. forjada en un metal extraño y poco maleable, pero al que, con mucho esfuerzo, conseguimos dar forma y sacar brillo.

 

Bolígrafo sobre papel
470x350 | 2022


Nos vemos en las fraguas.




Mandarica, querida:

Gracias por depositar tu confianza en mis bolígrafos y en la mano que los empuña.

Gracias por sacarme de mi zona de confort.

Mucha suerte en esta nueva aventura.

Un bico

 

 

 


jueves, 4 de febrero de 2021

DOÑA EULALIA


Hace tiempo se me pasó por la cabeza la idea de hacer un "intercambio cultural", en plan: «¿cómo sería si, por una vez, yo me centro en dibujar y alguien, que sepa lo que se hace, en escribir? ¿Qué pasaría? ¿Cuál sería el resultado?»

Lo malo de las ideas es que son como los eslabones de una cadena. Una idea arrastra a la siguiente mientras es, a su vez, arrastrada por su antecesora.
El tiempo pasó, y aquella idea-feliz quedó sepultada bajo diferentes estratos de ideas-eslabón.


Eran las 17:38 de un día cualquiera. Un día monótono de una serie que parecía interminable. Un día más, escondidos en un rincón oscuro frente a un enemigo invisible. Fue ese, y no otro, el día en que volvió a mí el catalizador de aquella idea-eslabón, ya olvidada tanto tiempo atrás. Solo que, por entonces, aún no lo sabía.

Aquel catalizador tenía nombre de mujer, de mujer poderosa y, aunque entonces era poco más que una extraña, instigó una reacción en cadena sin posibilidad de reinicio de emergencia.
Mandarica, que así se hace llamar, arribó a mi pajarera, cabalgando el cuervo en tránsito, pero sin sospechar qué/quién se ocultaba en sus profundidades. Por mi parte, le abrí las puertas de mi hogar como si también fuese el suyo.
Fue entonces cuando comenzaron a encadenarse los acontecimientos por los que escribo esta entrada.

Resumiendo, para no aburriros:
Mandarica, además de un encanto de persona, es  también escritora, y necesitaba ayuda con la portada de su segunda novela: La madre de todas las ciencias.

Por mi parte, acababa de cerrar Icaria, así que me dejé arrastrar por el eslabón que iba delante. Reconozco que la idea de ver uno de mis engendros estampado en la portada de un libro siempre me ha llamado poderosamente la atención, y Mandarica me planteaba un horizonte muy tentador para alguien amateur y, por completo desconocido, como yo. La portada de su libro. Un libro que publicará en Amazon y que, además, presentará a su Premio Literario 2021.


Ha tenido la gentileza de cederme un fragmento de su texto para presentarnos a Dña. Eulalia y su tragedia.


"Todos sabían que su madre y él no tenían una buena relación porque ella no tenía buena relación con casi nadie. Todos los que realmente lo conocían se preocupaban como si no recordasen que una simple conversación con su madre era puro sufrimiento, una lucha desde su comienzo hasta su término.

Y, entre tanto alboroto, tantas prisas y tantas gestiones, entre tanta falsa preocupación y tantos ánimos cínicos, la única imagen que se le venía a la cabeza era la del sillón gris marengo con flores marrones que tenía ya veinte años, donde su madre se sentaba en una posición perfecta cuando quería reprenderlo por algo. Ahí era donde mantenían todas las conversaciones importantes.

Sin hacer diálisis moriría pronto, y Román solo pensaba en que antes del desenlace se merecía una última conversación con ella, quizá la definitiva. Estaba harto de que ella tuviese siempre la última palabra."


Bolígrafo sobre papel
420x300 | 2021


Si os ha gustado y os apetece seguir leyendo para conocer a Dña. Eulalia, podéis visitar la web de Mandarica. Ahí encontrareis más información sobre el libro, dónde, cómo y cuándo conseguirlo.

Si os pasáis, no olvidéis darle un "laic". Y si no es mucho pedir, un bico de mi parte.


Mandarica, querida:

¡Gracias por todo!
Mucha suerte.
Un bico.





miércoles, 30 de septiembre de 2020

ICARIA


Primer Cantar

Circunstancias inapelables



El sol se desperezaba por los cerros, cansado de salir cada día y encontrarse, como siempre, solo”.

Algún día, hoy | ANGELA BECERRA




Había una vez, en un feudo sin rey, una tierra sin nombre.


Un territorio horadado por cientos de ríos que alimentan sin descanso los profundos mares circundantes, de cristalinas y gélidas aguas.

Un país confinado por una orografía adversa, de montañas que se extienden desde el cielo hasta infierno; ajadas cumbres diluidas entre nubes densas como resultado del obstinado llanto de alguna deidad melancólica; profundos y lúgubres valles llenos de riachuelos cantarines y árboles centenarios. Gigantes legendarios de torsos deformes por el peso del tiempo, dotados con docenas de extremidades huesudas y nudosas, a los cielos implorantes. Impasibles bestias temerosas que rinden pleitesía a Madre Tierra y ofrecen, a modo de dádiva, la espesa cobija de sus hojas muertas ante la enfermiza quietud hibernal. Fantasmales presencias agazapadas entre las nieblas de la mañana, como si, cadáveres de colosos huidos de la destrucción de una inexistente ciudad bíblica, sintieran la necesidad de echar un último vistazo.

Nieblas tan densas como el verdor que supura de la tierra con los primeros rayos de sol primaveral. Un velo de turbia tristeza que, a modo de censura invernal, anega los valles sin misericordia alguna, cubriendo de melancolías y quebrantos las almas de sus gentes.


Cruise 2020  |  215x250  |  Bolígrafo sobre papel.


Una tierra implacable donde a duras penas sobreviven los más fuertes.

Un reino gobernado por el hambre y la pobreza; por el frío y la humedad. Circunstancias inapelables que calan en sus gentes hasta lo más hondo de huesos y almas. Gentes temerosas ante la certeza de la muerte y su aparente inevitabilidad. Temores, éstos, que crecen en lo profundo de bosques, valles y arroyos; en las sombras saltarinas de los hogares; en la densa ignorancia colectiva. Temores difusos de contornos e intensidades. Gentes recelosas de la oscuridad y los males a los que ésta cobija. Entes informes de poderes inciertos. Agazapadas formas etéreas en las mentes de los azorados. Miedos oriundos exhalados por la tierra como el hálito de un moribundo. Recelos implantados por quienes deben consolar y reconfortar las almas piadosas. Una curia que predica austeridad, mientras vive sumida en la abundancia de la que todos carecen. Arropada por malicias manufacturadas y envidias autóctonas.


Un mundo despiadado; piadoso tan solo con los malvados.








Segundo Cantar

El tajo de Mercurio



El roble recuerda la bellota, la bellota sueña al roble, el tocón vive en ambos.”

Tormenta de espadas | G.R.R. MARTIN




Un valle abierto, que escurre sin premura las cristalinas aguas de un riachuelo hasta el mar, aloja en su seno una villa cálida y hogareña. Un lugar donde el sol brilla sin recelos y las aguas manan de las calderas del mismo Vulcano. Caldas sulfurosas que llevaron a alguna legión de romanos imperiales a asentarse en las inmediaciones. Fundando así, hace ya dos siglos, la pequeña población que ha llegado hasta nuestros días. A penas un puñado de edificaciones a las que Ptolomeo, el griego, refirió como Aquis Calidae.

Es presumible que no fueron recibidos con regocijo por los oriundos castrenses, pero el tiempo pasó otorgando la supremacía a los extranjeros, fundiendo la genética autóctona con la de los invasores. Sangre oriunda y foránea fundida para engendrar una nueva estirpe.


Fenestram 2020  |  250x215  |  Bolígrafo sobre papel.

            

Enraizado en las inmediaciones de la vaporosa villa se alzaba un bosque lúgubre, tajado a cuchillo por la mando de Mercurio. Densa masa de vegetación que se extendía en leguas a la redonda como honda en estanque. Tamiz del sol del verano que éste reduce a un recuerdo tenue. La luna invernal se cierne entre la maraña de ramas desnudas hasta el tapete de hojas inertes.

Un profundo surco en la tierra, horadado desde tiempos inmemoriales por el constante trasiego de viajeros y peregrinos, segregaba la espesura en dos grandes masas, como estudiantes en aulas de post guerra: castanea sativae1 a poniente, quercus robora2 a naciente. Frontera de tierra muerta donde nada crecía en tres varas sobre cada costado de la fatal hendidura. Transeúntes, foráneos todos, buscaban acortar trayecto camino de las caldas aledañas.

En el centro de dicha senda, en lo más profundo del bosque, se alzaba en precario equilibrio, como escenario de un ancestral aquelarre, el hogar de la pequeña Icaria y su estirpe. Un hogar donde nunca se desperdiciaban mendrugos de pan, sonrisas ni abrazos. Donde por desafortunado que hubiese sido el día, nadie, residente o visitante, salía con el buche vacío. Un matriarcado sollozante por la ausencia de figura paterna, gobernado por Madre Luna: dama menuda, de pulso firme y convicciones tenaces.


La desafortunada edificación siempre llena de gente, propia y fiada, mantenía sus puertas abiertas al completo y congregaba cada día a la totalidad de los infantes de la zona. Almas incorruptas que, desoyendo las palabras de la matriarca, se adentraban con sus juegos en la densa espesura. Atesoraban castañas y bellotas que devoraban a escondidas entre juegos y chanzas. Corrían, trepaban y disfrutaban el momento como jóvenes montaraces; más cómodos entre la hojarasca que ante un pupitre. Pacíficos guerreros de una mesnada de infantes aventureros. Hombrecillos en potencia dotados ya de su propio código de honor. Una conciencia de grupo por todos acatada de motu propio, y que se resumía en una sola palabra: Respeto. La hueste, primero. El Bosque Binario. El mundo, luego. Soldados sin armas ni aspiración bélica alguna; sin capitán, ni segundo. Sin enemigo a batir. Más caterva que tropa, más niños que adultos. Más utópicos que recelosos.



Quintus 2020  |  250x215  |  Bolígrafo sobre papel.


Entre sus filas, casi como miembro honorífico, Icaria. Piel blanca como nieve de cumbre escarpada, espolvoreada por deseo y sueños inalcanzables, cráteres y polvo de estrellas; o tan solo pecas y lunares que saturaban la piel de un alma sin mácula, sobre un cuerpo en órbita perenne. Fue esto y no otro lo que consolidó entre sus coetáneos el acertado sobrenombre de «Hija de la Luna». Cascada de largos cabellos trigueños que atesoraba hasta el alba la luz del ocaso; indeleble impronta, ésta, dejada por su padre, el Sol. Seca de carnes y sobria de alzada. Lengua incisiva. Mirada limpia y mente ágil. Corazón de toro embravecido. Cobija de la bondad del mundo. No se alude aquí a diosa de Olimpo olvidado; titánide, ninfa o heroína conocida. Versamos, pues, a cerca de una criatura acomplejada e intrigada por el resultado de tan insólita conjugación genética y sus pormenores.








Tercer cantar

Rumores del Bosque Binario



Era una niña cuya alma parece haber envejecido antes de tiempo.”

El jardín olvidado | KATE MORTON




Octogenario maltrecho con destino a las termas locales, recorría afanoso el funesto surco ayudándose con su vara de crylus avellana3. Caminaba encorvado por el dolor y el tiempo. Huesos deformes y desgastados.

Sin previo aviso la hueste infantil surgió de naciente en tropel. No se anunciaron a toque de cuerno. No hubo gritos de guerra, ni tintineo de metales. Tan solo un sonido envolvente, sordo y sin eco, como el graznido de un anas platyrhynchos4. La mesnada invadió tierra de nadie a galope tendido. Sortearon al anciano sin reparar en él siquiera. Desaparecieron entre las espesas sombras suspendidas a poniente. De entre la polvareda alzada, se materializó, inmóvil, la figura enjuta de una chiquilla. Poco más que un palo enhiesto en medio del camino. Piel blanca, pies descalzos y la larga cabellera repleta de sol revuelta por la algarada. Cruce de miradas. Inquisitiva, la aparecida; reprobatoria, el caminante. Jadeante, ella; sin aliento, él. 


Manibus 2020  |  250x215  |  Bolígrafo sobre papel.


-¿De dónde zalís, pequeña?- la voz rota y profunda del anciano retumbó en las paredes del surco, diluyéndose sobre su extensión.

-De levante- dijo aderezándose los largos cabellos solares con la zurda.

-¿Y a dónde oz dirigíz con tanta prezteza?- preguntó tras tal obviedad en su respuesta.

-A poniente- señalaba con indiferencia el robledal.

El anciano siguió con la mirada la indicación de la pequeña.

-Interezante- dijo volviéndose a contemplarla.

-¿Y vos?- su voz, como contrapunto a la del caminante, era dulce y aterciopelada, como el canto de un sturnus vulgaris5.

-Roque pretende llegar a laz termaz. ¿Ce halla en el buen camino?- controlaba con mesura la entonación en cada palabra y pronunciaba su nombre como si no fuese más que un vulgar secretario de sí mismo.

-No os apartéis de esta senda y arribareis sin contratiempo.- Recelando de los ancianos silencios se aventuró. -¿Os encontráis bien?

-Dezfallece por momentoz- dijo tras un hondo suspiro. -Eztá demaciado viejo para caminar tantaz leguaz. Ademáz, hace díaz que no ce hecha nada al gaznate…

Con dedos ágiles, la pequeña aflojó la lazada que ceñía la bolsa de cuero a su cinturita de avispa. Sin mediar palabra, deslizó en la mano del anciano dos castañas de buen calibre.

-Sentaos sobre esa peña. Descansad y comed.- Sin esperar respuesta, volteó sobre sus talones y desapareció.

A penas había dado cuenta el anciano de los frutos, cuando la niña volvió a personificarse ante el famélico caminante. Sigilosa. Jadeante. Revueltas, de nuevo, las hebras de oro de su cabellera. Un mendrugo de pan duro en la diestra. Una calabaza de leche en la zurda. Se sentó a su vera y le tendió los alimentos. Anciano cabeceo como agradecimiento.

-Ce oz ha ezcapado la cuadrilla- comentó con pena tras la primera acometida.

-Mi hueste nunca abandona a los suyos- respondió con la seguridad propia de una valquiria curtida en mil batallas.

-Roque no ve que hayan vuelto grupaz- dijo tras descorchar la calabaza y remojarse el gaznate.

-¿Eso creéis?- la seguridad en sus respuestas era impropia de su lozanía -Fijaos.- Señaló a poniente con el mentón y un extraño dejo de superioridad acompañó el gesto.

El anciano miró en derredor, sin dejar de masticar. Entre la densa oscuridad que ante ellos se alzaba, comenzó a discernir formas humanas, acechando, emboscadas en la espesura.

-¿Lo veis?- dijo la pequeña Icaria sin volverse a mirarlo.

-Por zupuezto que lo ve.- La sorpresa por el descubrimiento frenó la calabaza a un suspiro del octogenario belfo.

La pequeña, cerrando su manita en un puño y dejando la punta de los dedos al frente, se golpeó la cabeza en dos ocasiones. Señal pactada que hacía saber a sus quintos que todo estaba en orden. Al instante un suave rumor en la hojarasca descubrió al grupo en tránsito.

-Zoiz rápidoz y oz moveiz con azombrozo cigilo.- La calabaza, aún, a un par de pulgadas de su destino.

-Patrullamos el Bosque Binario. No necesitamos impedimenta y eso mejora la movilidad. Tan solo hay que adaptarse al entorno.- indiferencia en la voz de la niña que se expresaba como una experta en el noble arte emboscar y acechar, mientras contemplaba sus pies descalzos con indiferencia.

-¿Ciempre vaiz dezcalza?

-Tan solo en verano, y solo cuando rondamos la linea. Un par de zuecos heredados, pero de grata factura, esperan a buen resguardo la vuelta al hogar.

-¿Para qué patrullaiz? ¿Cazáiz para comer?

-Al contrario. Buscamos trampas de furtivos que desmantelar; animales heridos, nidos abandonados o crías perdidas. Las llevamos a casa y las cuidamos hasta que pueden valerse por sí mismas.

-¿Y entoncez laz zoltaiz?

Rumores del Bosque Binario armonizaron la espera de una respuesta que nunca llegó.

-¿Qué máz lleváiz en la bolza?


Glandulae 2020  |  215x250  |  Bolígrafo sobre papel.


Deshizo la lazada, con movimientos ágiles y certeros, y extrajo del interior una bellota de buena añada. La mostró al anciano henchida de orgullo, como si de su generosidad hubiese dependido el crecimiento desmesurado de aquel fruto. Sobre la pequeña mano de la niña, la semilla parecía más huevo de alectoris rufa6 que bellota.

Sobre el fruto, Roque cerró la mano de la pequeña formando un diminuto puño, con extrema delicadeza. Envolvió, a continuación, éste con las suyas toscas y astrosas.

-Zoiz niña buena; gentil y generoza con el prógimo. Eztáiz llamada a hacer algo grande.

-Soy muy pequeña para hacer algo grande, ¿no creeis?

-No oz fijeiz en el recipiente, zi no en la pujanza de aquello que contiene.

Icaria contemplaba la espesura a la espera de una aclaración que nunca llegó.

-¿Ecciztió con anterioridad alguna altruizta en vueztra familia, o zoiz la primera de vueztra eztirpe?

-Madre Luna es todo bondad.

-Ez buena verdad, éza. Roque lo zabe.

Silencio e incomprensión en los ojos de la niña.

-Algún día, ezta cimiente germinará.- Mientras hablaba, contemplaba absorto el alma del bosque reflejado en las pupilas de la pequeña. -De ella brotará la gratitud del mundo para con voz. Incignificante tributo que nunca compenzará la bondad dezpachada.

La pequeña lo escuchaba hablar como en un idioma desconocido. Nada dijo por no comprender.

En cuanto Roque liberó la presa entre sus manos, la chiquilla comprobó, maravillada, como el fruto velado se había transmutado, desde la cúpula al estigma, de tierna bellota en mármol de exquisita talla.

-Cembradla en zu adecuado lugar y aguardad a que el cielo ce ozscurezca al alba; a la zazón brotará- dijo mientras retomaba la marcha.

Sin volverse a mirarla, dejó tras de sí a una Icaria absorta que atesoraba, embobada, su nueva alhaja marmórea.








Cuarto cantar

Ensoñaciones y morriñas



Usted es el hidalgo que no sale a los caminos, porque los molinos de viento los lleva dentro.”

El maestro de esgrima | ARTURO PEREZ-REVERTE




Pasó un lustro y luego otro. Icaria olvidó al anciano nigromante de exquisitos poderes. Incluso un día olvidó el preciado tesoro con que éste la había agasajado.

Corrió otro lustro, y luego uno más. Icaria era ya una mujer adulta. Cargaba en su haber con la experiencia de una vida vivida: de sueños cumplidos y metas aún por trazar.

Se fue, entonces, otro lustro, pero Icaria todavía sentía que en su interior quedaba mucho que ofrecer al mundo.



Calciamenti 2020  |  215x250  |  Bolígrafo sobre papel.


Fue entonces, mientras un sol agónico de septiembre teñía de oro el valle y sus gentes, y estiraba por doquier agazapadas sombras. Fue entonces, cuando una Icaria melancólica paseaba, flemática, entre recuerdos de infancia. Resonar pausado de zuecos sobre la desolada calle empedrada. Calzado sobrio y funcional antaño; selecto y casi ornamental en el punto. Piel negra como noche sin luna, con detalles de plata y armiño sobre una pieza de alnus glutinosa7. Cerrados con una lazada que cada mañana era combinada con la vestimenta elegida.

Tonadilla monocorde que la transporta con cada paso a una vida anterior. Recién instruida en el caminar del cristiano congraciado con Dios: sin premura. Diferente compás, pero idéntica melodía. Tras toda una infancia de carreras y prisas por llegar a la línea, para volver a partir sin demora: siempre en patrulla del Bosque Binario. Tras una adolescencia de brete en brete, con diligencia y presteza, ayudando a Madre Luna a poner un currusco de pan en la mesa del hogar. Y una adultez de congoja y recogimiento, pero siempre con paso largo; largo y veloz.

Caminaba, digo, errante y sin rumbo, permitiendo que el resonar de la madera la llevara a revivir un impasse desigual con cada eco sordo de sus pasos. Los recuerdos de toda una niñez con Madre Luna y su infante hermano rumbo al mercado o para visitar al doctor, asaltaron la mente de la dama con la potencia de un rayo. Largas caminatas de ida y vuelta en fila de a uno, portando bultos y enseres; de balde en ocasiones; en silencio a ratos.

Era obligado por entonces, como cortesía hacia el infante, permitirle otear el puesto de trebejos antes de partir con rumbo al hogar.

Lo del doctor era otro cantar, trovado de ordinario en fa sostenido.



El leve balanceo de una losa suelta bajo sus pies trae a Icaria de regreso hasta el momento presente. Esto es nuevo, piensa sorprendida al descubrirse de sopetón en medio de aquella calle desierta. Transportada en el punto desde la funesta línea que cercenaba el Bosque Binario, des tapizando aquella vía olvidada para descubrir el empedrado bajo sus pies. Los rumores propios del sombrío ecosistema llegaban hasta sus oídos y el olor de la hojarasca húmeda que llenaba sus pulmones tan solo un suspiro antes dieron paso al susurro monocorde de la milenaria villa de origen romano. El arrullo de pies descalzos entre la espesura que tanto reconfortaba a una nostálgica Icaria con la sensación de fraternal amparo, forjada día tras día e incursión tras incursión junto a la tropa, se desvaneció al paso de una moto con demasiados decibelios en su escape.



A pie de calle, oculto tras el vidrio de una ventana, la mirada acerada y familiar de un anciano que la observaba con el descaro propio de la edad. Y como si no hubiesen transcurrido más que un par de horas desde su fugaz encuentro, Roque, el pintoresco nigromante capaz de mutar bellota en mármol, pide paso en la línea de reminiscencia.

Se cuenta por décadas el tiempo en que un diminuto y extinto parterre ocupaba el centro del pequeño ágora. En él, con ilusión y curiosidad, había sepultado Icaria su pétrea simiente siendo aún una niña. Se perdía en la larga noche de los tiempos el momento en que ese recuerdo no inundaba sus sentidos. Evocaba ahora, con extrema nitidez, el suave tacto del marmóreo fruto en su mano. Siempre frio por más cobijo que le procurase. Tierra húmeda bajo sus uñas tras escarbar el oportuno hoyo en el que inhumar el pétreo fruto. Miradas furtivas en el trance de sepultar, lanzadas por oriundos y bañistas, clavándose en su cabellera trigueña. Olor acre en los vapores de las caldas rayanas: vahos sulfurados y sódicos. Todo eso y más, palpitaba ahora bajo las pieles del alma de una Icaria adulta, tan vívido como en aquella lejana ocasión.



Despedida incierta de comadres con mucho que decirse. Una que se va, otra que se queda pero nadie se mueve. Icaria se vuelve para contemplar, de nuevo, la calle desierta. Ante sus ojos, recortado en blanco sobre el vano de la puerta de un hogar vacuo, el contorno en sombra del último quinto de su mesnada al partir sin previo aviso. Costal al hombro y sin volver la mirada, temerosa de mudar su ser en sal bíblica. Resignación ante un mundo que se desmorona con languidez. Soledad y ternura en compañía de Madre Luna. Aún puede sentir sobre su cara las fanegas de cariño en forma de besos que ésta vertía en ella. Cálidos aún pese al tiempo, como marcas de fuego bajo la dermis.



Arrullo monótono de un regato bajo sus pies, evocando el recuerdo de aguas oscuras como el alma de un pecador orgulloso de serlo. Paralizante terror de infancia que brota al filo de una vida que se repliega en retirada. Fatídico el día en que a punto estuvo de entregar su alma al barquero. Diluidas de nuevo las pupilas de la niña, ya adulta.

Y arribó el temido momento, tras dos décadas trabajando en las caldas que dieron origen a la villa termal. Entorno hostil para quien teme al líquido elemento. Un día para no olvidar jamás. Cuatro flancos cercados por agua y una horda de fantasmas agazapados bajo el pecho. Una vida que se debate con la muerte en el vaso del tepidarium. Tan solo a un puñado de brazadas desde el linde; todo un océano profundo e infinito. Agua por el esternón. Expulsada, aunque solo de forma temporal, la ponzoña que la había paralizado desde antaño.

Ante todo, vida.

Temor por perder la ajena. Temor por conservar la propia.



Laborioso es para la dama discernir entre realidad y parábola cuando presente y pasado se funden ante sus pupilas, de un azul tan suave como piel de recién nacido. Caminar errático que concluye sin arreglo en la Praza do Baño, entre ensoñaciones y morriñas. Al doblar la esquina junto a D. Francisco, el eco de sus pisadas se abre como un río a la mar, tornando noche el día. No estaba sucediendo en realidad. De aquello hacía al menos un par de años, pero entonces no había concedido al episodio la importancia que éste reclamaba a golpe de repentina y densa oscuridad. A penas un cuarto de hora y el sol volvió a brillar con su halo de majestuosidad y elegancia. A partir de ese momento, tal y como había sido profetizado por el secretario del alquimista, el fruto que Icaria había sepultado en su tierna infancia comenzó a brotar desplazando las pesadas losas, en un agónico intento por abrirse paso en busca de un rayo de luna errante. De la bellota brotó un quercus robur2 de poderosas raíces. Un tocón casi milenario emergió en el centro de la plaza y de este, en primavera, floreció una zantedeschia aethiopica8 de proporciones titánicas. En apenas unos días, del capullo eclosionó una joven que, atravesando flor y tallo, se fundía con los restos del quercus. El singular conjunto formaba una escultura de finísimo talle e inmaculado mármol blanco.

Icaria entró en la plaza cegada por la súbita oscuridad que anegaba su mirada. Caminó certera al centro de la misma, sabedora de que algo suyo moraba entre las losas de piedra añeja. Temerosa y confiada por igual.

Al rato, el sol hendió las tinieblas. La dama, que antaño había sido una niña, se encontró, frente a frente con sigo misma. Contempló con descaro y asombro su pétrea figura. Recortada contra la bóveda celeste se alzaba, con la soberbia impostada por un cantero omnisciente, la pétrea mujer-cala germinada tiempo atrás. Velada mirada perdida en poniente.

Una braza más abajo, con el corazón encogido por un arrebato de congoja e incertidumbre, Icaria evoca en su mente extasiada la imagen somera de su padre, cantero de profesión. Recuerdo etéreo diluido entre las brumas del tiempo, pero vigoroso en el punto por el embrujo del momento.


Quadratum 2020  |  1000x400  |  Bolígrafo sobre madera.


- Fin -


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1.- Castanae savita                Castaño

2.- Quercus robur                       Roble

3.- Corylus avellana             Avellano

4.- Anas platyrhynchos               Pato

5.- Sturnus vulgaris            Estornino

6.- Alectoris rufa               Perdiz roja

7.- Alnus glutinosa                      Aliso

8.- Zantedeschia aethiopica      Cala


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Agradecimientos:

No es riguroso el orden de intervención, pero casí:



ICARIA, sois el catalizador por el cual ha florecido este relato a su propia primavera. Principio y fin de una historia que continuaréis escribiendo con cada paso dado.

Desinteresada benefactora del mundo y sus criaturas.

Mi amiga. Dicho a boca llena y con todas las letras.


MONARCA ESLAVO de nombre real, que circunstancialmente habitáis mi misma escalera.

Vos que habéis prestado vuestra ingeniería con diligencia y buen hacer, sin necesidad de más cuestiones que las imprescindibles.


PROFESOR DE LATÍN, por iluminar mi ignorancia en esa lengua muerta a la que dais vida.

Y a vuestro primogénito, dotado de pistones donde vos y yo tenemos piernas, por haber porteado, raudo y veloz, mis cuestiones más básicas.


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No es el problema, es el sudor que lo resuelve.

No es el regalo, es el amor que lo envuelve.

Desenchufado | EL MONO


 

martes, 1 de noviembre de 2016

EN EL BLANCO





Dice el saber popular que de ilusiones también se vive.
Por mi parte, tengo por mala costumbre hablar de mis propias vivencias para que nadie pueda decirme que estoy equivocado. Así que os diré que en mi caso no vivo "de" ilusiones, sino que vivo "con" ellas. Y creo que no miento si os digo que esta era una de las más longevas en mi haber. He cuidado y mimado esta ilusión informe, la he acariciado en silencio hasta más allá de la media noche y alimentado con cariño bajo una cúpula de huesos cuando no era más que un pensamiento difuso. He mirado con orgullosos ojos de padre a mi nuevo engendro, cuando comenzó a batir las alas en el nido tras romper la crisálida. Ahora, ha llegado el momento de verlo volar más allá del horizonte.

Llevo esperando este momento años, y aunque por diferentes motivos, sé que vosotros también. Pero al fin, ha llegado el día. Este es el momento, el presente, cuando vosotros completáis un ciclo para comenzar el siguiente, cuando al fin mi engendro ha visto la luz. Y si alguien no lo ha visto venir, puede echar la vista atrás para ver como presente se aleja en la distancia para convertirse en pasado.

Dicen los que saben del tema, que al parecer es aconsejable para lo vuestro: comunicación, comprensión y paciencia a partes iguales. Os deseo mucha suerte, y que seáis muy felices. En cuanto a mi chiquitín, os acompañará en silencio y sin pedir nada a cambio. Por siempre y para siempre, estoy seguro de ello...




No quisiera dejar que el presente se convirtiese en pasado sin presentar mi gratitud a las partes que habéis colaborado de forma totalmente altruista, tanto es así que alguna ni siquiera llegó a saber en qué andaba metida:
-A ButterflyTechnology: por ese soporte técnico tan tuyo. Y por las palabras de ánimo cuando el tiempo y el papel en blanco me ahogaban.
-A Salerito&Co Events: por esa maravillosa fotografía, desencadenante de este post. Por llevarme al blanco, año tras año. Porque sí.



Y como estamos en el aquí y el ahora, se me ocurre que podemos terminar con una epopeya de mi propia cosecha; ecológica y (a duras penas) auto-sostenible.

Espero que os guste tanto como a mí escribirla.

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La noche había sido larga, plagada de susurros amortiguados y temblores febriles. Una de esas noches que enredan en las cumbres más escarpadas un alba limpia. Una mañana épica como pistoletazo de salida para comenzar el día uno de una nueva era. El cielo se iluminaba impregnado por los colores de una virtual batalla nocturna: naranjas y amarillos candentes de fuegos descontrolados, rojos intensos por la sangre derramada y, ocultándose tras el horizonte, el negro difuso de una muerte que se retira, sintiéndose temporalmente saciada. Una paleta de colores tan intensos que parecían próximos a la pirólisis por combustión espontanea. El aire gélido, con forma de suave brisa matutina, arrastraba tras de sí un silencio taimado, roto tan solo por los rumores que arrancaban las minúsculas partículas de hielo al deslizarse presurosas sobre la gruesa capa de nieve caída durante la noche. El murmullo que el viento extraía de los pinos hacía recordar a una horda de fantasmas susurrando letanías en plena noche, como una coral de uros condenados a repetir en bucle siempre un mismo compás. El sol asomaba ya tímido sobre el horizonte, tratando de abrirse paso entre los afilados picos rocosos, acolchados ahora por un esponjoso manto blanco, como algodón recién cosechado. Los abetos medio sepultados, se quejaban con lastimosos silencios de la carga que les encorvaba las ramas. Tras cada piedra, tras cada árbol, tras cada obstáculo que ofrecía su engañoso refugio, se formaron profundos ventisqueros donde quedaban momentáneamente atrapados los primeros rayos de sol. Aquellos más valientes que, con la timidez propia del niño que por primera vez suelta la mano de su madre para salir a explorar el mundo, se adentraban en lo más profundo de la montaña sin dejar una sola huella grabada en el frágil manto de nieve.


A pesar de la firme oposición paterna, una distancia silvestre había crecido sólida y firme entre los pequeños, producto de una poderosa magia negra, conjurada en una tierra oscura y peligrosa allende los mares. Nadie habría sabido decir cómo, y mucho menos por qué, pero el caso es que la pócima cayó en las manos equivocadas, alzando entre los hermanos, un muro invisible pero duro como el acero de Damasco. El tiempo pasó raudo y los niños crecieron hasta convertirse en adolescentes, en auténticos desconocidos a ojos del otro. Finalmente, los chicos se hicieron hombres mientras compartían un espacio dividido por dos realidades paralelas, sin apenas puntos en común y con todas las diferencias imaginables; hasta el amanecer de aquella gloriosa mañana. Aquella mañana, todo cambiaría para siempre, solo que aún no lo sabían. 


Aquella mañana, se levantaron antes del alba. A todos les encantaba hacerse los remolones entre las mantas de buena mañana. Pero estaban llamados a cambiar su destino y, aunque no lo sabían, se apresuraron para no llegar tarde a la cita. En cuanto el primer rayo de sol se aventuró en lo más profundo de la cadena montañosa, uno de ellos ya estaba en la posición marcada por las Nornas. Con la tabla bien firme en los pies y el culo hundido en la nieve esponjosa, disfrutando del paisaje, del silencio, del amanecer… Sintiendo un vacío interior que resultaba imposible llenar con comida, esperó. El tiempo rodó raudo sobre la montaña, pasó un minuto, tal vez una hora, tal vez más, y mientras él esperaba, aún sin saber a qué estaba esperando. Sin saber que su vida estaba a punto de cambiar, que el muro estaba próximo a venirse abajo, así, sin motivo o causa aparentes. Al rato, oculto por la brisa que de nuevo comenzaba a levantarse al son pausado de la luz diurna, sintió el inconfundible sonido de una tabla deslizándose presurosa sobre la nieve casi casi virgen, seguido de cerca por un par de esquís con llamas de fuego valirio estampadas en las suelas. Como por casualidad, se sentó a su lado sin reparar en él siquiera, inexistente a sus ojos, oculto tras aquel muro invisible, y esperó a que llegara su compañera. En cuanto ella se detuvo a su altura, se miraron, sobresaltados por el inaudible estruendo de cascotes invisibles que se extendió por el valle. Entonces le vieron. Sin más almas en kilómetros a la redonda, las únicas tres presentes se reconocieron al instante, a pesar del tiempo, a pesar del frío que les hacía castañetear los dientes y embozaba sus rostros. Sorprendidos todos por encontrarse al fin, después de tantos años, tan lejos de casa, tan cerca unos de otros. 
Sin mediar palabra, las miradas se perdieron nuevamente, más allá de los cantos de las tablas o de las puntas de los esquís; más allá de las partículas de hielo que,  arrastradas por la brisa, desdibujan la superficie de la ladera; mucho más allá de la profundidad de los valles o de las cumbres más lejanas. Nadie osaba moverse. Nadie dijo nada pues no eran necesarias las palabras. La magia flotaba en el ambiente con aroma de hielo seco, la brisa se arremolinaba entre los cascotes del muro invisible, tarareando una cálida melodía. La cálida melodía del reencuentro entre hermanos separados en la infancia, la cálida melodía que compondría la banda sonora de sus nuevas vidas, una melodía que ninguno de los presentes olvidaría jamás. El tiempo parecía haberse detenido, pero el frío no daba tregua, entumeciendo poco a poco la alegría tras el reencuentro. 


De pronto, una voz sorda y ahogada, se elevó fantasmal como una sombra bajo el sol del verano, en un desesperado intento por hacerse oír sobre la distante coral de uros susurrantes. Y con un pésimo italiano de taberna, preguntó a los presentes: andiamo??; Al instante, como accionados por un resorte invisible, los tres hermanos se pusieron en marcha, con una sonrisa desdibujada en los labios ateridos por el frío, pero perfectamente reconocibles bajo las cobijas que embozaban sus rostros.

Una vez más la misma montaña, la misma ladera, la misma trazada conjunta pero ya nunca más ciegos, ni sordos, ni solos. El futuro les pertenecía. La montaña… también



Dure la vida, que con ella todo se alcanza.
ElQuijoteDeLaMancha | MiguelDeCervantes


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2016