miércoles, 30 de septiembre de 2020

ICARIA


Primer Cantar

Circunstancias inapelables



El sol se desperezaba por los cerros, cansado de salir cada día y encontrarse, como siempre, solo”.

Algún día, hoy | ANGELA BECERRA




Había una vez, en un feudo sin rey, una tierra sin nombre.


Un territorio horadado por cientos de ríos que alimentan sin descanso los profundos mares circundantes, de cristalinas y gélidas aguas.

Un país confinado por una orografía adversa, de montañas que se extienden desde el cielo hasta infierno; ajadas cumbres diluidas entre nubes densas como resultado del obstinado llanto de alguna deidad melancólica; profundos y lúgubres valles llenos de riachuelos cantarines y árboles centenarios. Gigantes legendarios de torsos deformes por el peso del tiempo, dotados con docenas de extremidades huesudas y nudosas, a los cielos implorantes. Impasibles bestias temerosas que rinden pleitesía a Madre Tierra y ofrecen, a modo de dádiva, la espesa cobija de sus hojas muertas ante la enfermiza quietud hibernal. Fantasmales presencias agazapadas entre las nieblas de la mañana, como si, cadáveres de colosos huidos de la destrucción de una inexistente ciudad bíblica, sintieran la necesidad de echar un último vistazo.

Nieblas tan densas como el verdor que supura de la tierra con los primeros rayos de sol primaveral. Un velo de turbia tristeza que, a modo de censura invernal, anega los valles sin misericordia alguna, cubriendo de melancolías y quebrantos las almas de sus gentes.


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Una tierra implacable donde a duras penas sobreviven los más fuertes.

Un reino gobernado por el hambre y la pobreza; por el frío y la humedad. Circunstancias inapelables que calan en sus gentes hasta lo más hondo de huesos y almas. Gentes temerosas ante la certeza de la muerte y su aparente inevitabilidad. Temores, éstos, que crecen en lo profundo de bosques, valles y arroyos; en las sombras saltarinas de los hogares; en la densa ignorancia colectiva. Temores difusos de contornos e intensidades. Gentes recelosas de la oscuridad y los males a los que ésta cobija. Entes informes de poderes inciertos. Agazapadas formas etéreas en las mentes de los azorados. Miedos oriundos exhalados por la tierra como el hálito de un moribundo. Recelos implantados por quienes deben consolar y reconfortar las almas piadosas. Una curia que predica austeridad, mientras vive sumida en la abundancia de la que todos carecen. Arropada por malicias manufacturadas y envidias autóctonas.


Un mundo despiadado; piadoso tan solo con los malvados.








Segundo Cantar

El tajo de Mercurio



El roble recuerda la bellota, la bellota sueña al roble, el tocón vive en ambos.”

Tormenta de espadas | G.R.R. MARTIN




Un valle abierto, que escurre sin premura las cristalinas aguas de un riachuelo hasta el mar, aloja en su seno una villa cálida y hogareña. Un lugar donde el sol brilla sin recelos y las aguas manan de las calderas del mismo Vulcano. Caldas sulfurosas que llevaron a alguna legión de romanos imperiales a asentarse en las inmediaciones. Fundando así, hace ya dos siglos, la pequeña población que ha llegado hasta nuestros días. A penas un puñado de edificaciones a las que Ptolomeo, el griego, refirió como Aquis Calidae.

Es presumible que no fueron recibidos con regocijo por los oriundos castrenses, pero el tiempo pasó otorgando la supremacía a los extranjeros, fundiendo la genética autóctona con la de los invasores. Sangre oriunda y foránea fundida para engendrar una nueva estirpe.


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Enraizado en las inmediaciones de la vaporosa villa se alzaba un bosque lúgubre, tajado a cuchillo por la mando de Mercurio. Densa masa de vegetación que se extendía en leguas a la redonda como honda en estanque. Tamiz del sol del verano que éste reduce a un recuerdo tenue. La luna invernal se cierne entre la maraña de ramas desnudas hasta el tapete de hojas inertes.

Un profundo surco en la tierra, horadado desde tiempos inmemoriales por el constante trasiego de viajeros y peregrinos, segregaba la espesura en dos grandes masas, como estudiantes en aulas de post guerra: castanea sativae1 a poniente, quercus robora2 a naciente. Frontera de tierra muerta donde nada crecía en tres varas sobre cada costado de la fatal hendidura. Transeúntes, foráneos todos, buscaban acortar trayecto camino de las caldas aledañas.

En el centro de dicha senda, en lo más profundo del bosque, se alzaba en precario equilibrio, como escenario de un ancestral aquelarre, el hogar de la pequeña Icaria y su estirpe. Un hogar donde nunca se desperdiciaban mendrugos de pan, sonrisas ni abrazos. Donde por desafortunado que hubiese sido el día, nadie, residente o visitante, salía con el buche vacío. Un matriarcado sollozante por la ausencia de figura paterna, gobernado por Madre Luna: dama menuda, de pulso firme y convicciones tenaces.


La desafortunada edificación siempre llena de gente, propia y fiada, mantenía sus puertas abiertas al completo y congregaba cada día a la totalidad de los infantes de la zona. Almas incorruptas que, desoyendo las palabras de la matriarca, se adentraban con sus juegos en la densa espesura. Atesoraban castañas y bellotas que devoraban a escondidas entre juegos y chanzas. Corrían, trepaban y disfrutaban el momento como jóvenes montaraces; más cómodos entre la hojarasca que ante un pupitre. Pacíficos guerreros de una mesnada de infantes aventureros. Hombrecillos en potencia dotados ya de su propio código de honor. Una conciencia de grupo por todos acatada de motu propio, y que se resumía en una sola palabra: Respeto. La hueste, primero. El Bosque Binario. El mundo, luego. Soldados sin armas ni aspiración bélica alguna; sin capitán, ni segundo. Sin enemigo a batir. Más caterva que tropa, más niños que adultos. Más utópicos que recelosos.



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Entre sus filas, casi como miembro honorífico, Icaria. Piel blanca como nieve de cumbre escarpada, espolvoreada por deseo y sueños inalcanzables, cráteres y polvo de estrellas; o tan solo pecas y lunares que saturaban la piel de un alma sin mácula, sobre un cuerpo en órbita perenne. Fue esto y no otro lo que consolidó entre sus coetáneos el acertado sobrenombre de «Hija de la Luna». Cascada de largos cabellos trigueños que atesoraba hasta el alba la luz del ocaso; indeleble impronta, ésta, dejada por su padre, el Sol. Seca de carnes y sobria de alzada. Lengua incisiva. Mirada limpia y mente ágil. Corazón de toro embravecido. Cobija de la bondad del mundo. No se alude aquí a diosa de Olimpo olvidado; titánide, ninfa o heroína conocida. Versamos, pues, a cerca de una criatura acomplejada e intrigada por el resultado de tan insólita conjugación genética y sus pormenores.








Tercer cantar

Rumores del Bosque Binario



Era una niña cuya alma parece haber envejecido antes de tiempo.”

El jardín olvidado | KATE MORTON




Octogenario maltrecho con destino a las termas locales, recorría afanoso el funesto surco ayudándose con su vara de crylus avellana3. Caminaba encorvado por el dolor y el tiempo. Huesos deformes y desgastados.

Sin previo aviso la hueste infantil surgió de naciente en tropel. No se anunciaron a toque de cuerno. No hubo gritos de guerra, ni tintineo de metales. Tan solo un sonido envolvente, sordo y sin eco, como el graznido de un anas platyrhynchos4. La mesnada invadió tierra de nadie a galope tendido. Sortearon al anciano sin reparar en él siquiera. Desaparecieron entre las espesas sombras suspendidas a poniente. De entre la polvareda alzada, se materializó, inmóvil, la figura enjuta de una chiquilla. Poco más que un palo enhiesto en medio del camino. Piel blanca, pies descalzos y la larga cabellera repleta de sol revuelta por la algarada. Cruce de miradas. Inquisitiva, la aparecida; reprobatoria, el caminante. Jadeante, ella; sin aliento, él. 


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-¿De dónde zalís, pequeña?- la voz rota y profunda del anciano retumbó en las paredes del surco, diluyéndose sobre su extensión.

-De levante- dijo aderezándose los largos cabellos solares con la zurda.

-¿Y a dónde oz dirigíz con tanta prezteza?- preguntó tras tal obviedad en su respuesta.

-A poniente- señalaba con indiferencia el robledal.

El anciano siguió con la mirada la indicación de la pequeña.

-Interezante- dijo volviéndose a contemplarla.

-¿Y vos?- su voz, como contrapunto a la del caminante, era dulce y aterciopelada, como el canto de un sturnus vulgaris5.

-Roque pretende llegar a laz termaz. ¿Ce halla en el buen camino?- controlaba con mesura la entonación en cada palabra y pronunciaba su nombre como si no fuese más que un vulgar secretario de sí mismo.

-No os apartéis de esta senda y arribareis sin contratiempo.- Recelando de los ancianos silencios se aventuró. -¿Os encontráis bien?

-Dezfallece por momentoz- dijo tras un hondo suspiro. -Eztá demaciado viejo para caminar tantaz leguaz. Ademáz, hace díaz que no ce hecha nada al gaznate…

Con dedos ágiles, la pequeña aflojó la lazada que ceñía la bolsa de cuero a su cinturita de avispa. Sin mediar palabra, deslizó en la mano del anciano dos castañas de buen calibre.

-Sentaos sobre esa peña. Descansad y comed.- Sin esperar respuesta, volteó sobre sus talones y desapareció.

A penas había dado cuenta el anciano de los frutos, cuando la niña volvió a personificarse ante el famélico caminante. Sigilosa. Jadeante. Revueltas, de nuevo, las hebras de oro de su cabellera. Un mendrugo de pan duro en la diestra. Una calabaza de leche en la zurda. Se sentó a su vera y le tendió los alimentos. Anciano cabeceo como agradecimiento.

-Ce oz ha ezcapado la cuadrilla- comentó con pena tras la primera acometida.

-Mi hueste nunca abandona a los suyos- respondió con la seguridad propia de una valquiria curtida en mil batallas.

-Roque no ve que hayan vuelto grupaz- dijo tras descorchar la calabaza y remojarse el gaznate.

-¿Eso creéis?- la seguridad en sus respuestas era impropia de su lozanía -Fijaos.- Señaló a poniente con el mentón y un extraño dejo de superioridad acompañó el gesto.

El anciano miró en derredor, sin dejar de masticar. Entre la densa oscuridad que ante ellos se alzaba, comenzó a discernir formas humanas, acechando, emboscadas en la espesura.

-¿Lo veis?- dijo la pequeña Icaria sin volverse a mirarlo.

-Por zupuezto que lo ve.- La sorpresa por el descubrimiento frenó la calabaza a un suspiro del octogenario belfo.

La pequeña, cerrando su manita en un puño y dejando la punta de los dedos al frente, se golpeó la cabeza en dos ocasiones. Señal pactada que hacía saber a sus quintos que todo estaba en orden. Al instante un suave rumor en la hojarasca descubrió al grupo en tránsito.

-Zoiz rápidoz y oz moveiz con azombrozo cigilo.- La calabaza, aún, a un par de pulgadas de su destino.

-Patrullamos el Bosque Binario. No necesitamos impedimenta y eso mejora la movilidad. Tan solo hay que adaptarse al entorno.- indiferencia en la voz de la niña que se expresaba como una experta en el noble arte emboscar y acechar, mientras contemplaba sus pies descalzos con indiferencia.

-¿Ciempre vaiz dezcalza?

-Tan solo en verano, y solo cuando rondamos la linea. Un par de zuecos heredados, pero de grata factura, esperan a buen resguardo la vuelta al hogar.

-¿Para qué patrullaiz? ¿Cazáiz para comer?

-Al contrario. Buscamos trampas de furtivos que desmantelar; animales heridos, nidos abandonados o crías perdidas. Las llevamos a casa y las cuidamos hasta que pueden valerse por sí mismas.

-¿Y entoncez laz zoltaiz?

Rumores del Bosque Binario armonizaron la espera de una respuesta que nunca llegó.

-¿Qué máz lleváiz en la bolza?


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Deshizo la lazada, con movimientos ágiles y certeros, y extrajo del interior una bellota de buena añada. La mostró al anciano henchida de orgullo, como si de su generosidad hubiese dependido el crecimiento desmesurado de aquel fruto. Sobre la pequeña mano de la niña, la semilla parecía más huevo de alectoris rufa6 que bellota.

Sobre el fruto, Roque cerró la mano de la pequeña formando un diminuto puño, con extrema delicadeza. Envolvió, a continuación, éste con las suyas toscas y astrosas.

-Zoiz niña buena; gentil y generoza con el prógimo. Eztáiz llamada a hacer algo grande.

-Soy muy pequeña para hacer algo grande, ¿no creeis?

-No oz fijeiz en el recipiente, zi no en la pujanza de aquello que contiene.

Icaria contemplaba la espesura a la espera de una aclaración que nunca llegó.

-¿Ecciztió con anterioridad alguna altruizta en vueztra familia, o zoiz la primera de vueztra eztirpe?

-Madre Luna es todo bondad.

-Ez buena verdad, éza. Roque lo zabe.

Silencio e incomprensión en los ojos de la niña.

-Algún día, ezta cimiente germinará.- Mientras hablaba, contemplaba absorto el alma del bosque reflejado en las pupilas de la pequeña. -De ella brotará la gratitud del mundo para con voz. Incignificante tributo que nunca compenzará la bondad dezpachada.

La pequeña lo escuchaba hablar como en un idioma desconocido. Nada dijo por no comprender.

En cuanto Roque liberó la presa entre sus manos, la chiquilla comprobó, maravillada, como el fruto velado se había transmutado, desde la cúpula al estigma, de tierna bellota en mármol de exquisita talla.

-Cembradla en zu adecuado lugar y aguardad a que el cielo ce ozscurezca al alba; a la zazón brotará- dijo mientras retomaba la marcha.

Sin volverse a mirarla, dejó tras de sí a una Icaria absorta que atesoraba, embobada, su nueva alhaja marmórea.








Cuarto cantar

Ensoñaciones y morriñas



Usted es el hidalgo que no sale a los caminos, porque los molinos de viento los lleva dentro.”

El maestro de esgrima | ARTURO PEREZ-REVERTE




Pasó un lustro y luego otro. Icaria olvidó al anciano nigromante de exquisitos poderes. Incluso un día olvidó el preciado tesoro con que éste la había agasajado.

Corrió otro lustro, y luego uno más. Icaria era ya una mujer adulta. Cargaba en su haber con la experiencia de una vida vivida: de sueños cumplidos y metas aún por trazar.

Se fue, entonces, otro lustro, pero Icaria todavía sentía que en su interior quedaba mucho que ofrecer al mundo.



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Fue entonces, mientras un sol agónico de septiembre teñía de oro el valle y sus gentes, y estiraba por doquier agazapadas sombras. Fue entonces, cuando una Icaria melancólica paseaba, flemática, entre recuerdos de infancia. Resonar pausado de zuecos sobre la desolada calle empedrada. Calzado sobrio y funcional antaño; selecto y casi ornamental en el punto. Piel negra como noche sin luna, con detalles de plata y armiño sobre una pieza de alnus glutinosa7. Cerrados con una lazada que cada mañana era combinada con la vestimenta elegida.

Tonadilla monocorde que la transporta con cada paso a una vida anterior. Recién instruida en el caminar del cristiano congraciado con Dios: sin premura. Diferente compás, pero idéntica melodía. Tras toda una infancia de carreras y prisas por llegar a la línea, para volver a partir sin demora: siempre en patrulla del Bosque Binario. Tras una adolescencia de brete en brete, con diligencia y presteza, ayudando a Madre Luna a poner un currusco de pan en la mesa del hogar. Y una adultez de congoja y recogimiento, pero siempre con paso largo; largo y veloz.

Caminaba, digo, errante y sin rumbo, permitiendo que el resonar de la madera la llevara a revivir un impasse desigual con cada eco sordo de sus pasos. Los recuerdos de toda una niñez con Madre Luna y su infante hermano rumbo al mercado o para visitar al doctor, asaltaron la mente de la dama con la potencia de un rayo. Largas caminatas de ida y vuelta en fila de a uno, portando bultos y enseres; de balde en ocasiones; en silencio a ratos.

Era obligado por entonces, como cortesía hacia el infante, permitirle otear el puesto de trebejos antes de partir con rumbo al hogar.

Lo del doctor era otro cantar, trovado de ordinario en fa sostenido.



El leve balanceo de una losa suelta bajo sus pies trae a Icaria de regreso hasta el momento presente. Esto es nuevo, piensa sorprendida al descubrirse de sopetón en medio de aquella calle desierta. Transportada en el punto desde la funesta línea que cercenaba el Bosque Binario, des tapizando aquella vía olvidada para descubrir el empedrado bajo sus pies. Los rumores propios del sombrío ecosistema llegaban hasta sus oídos y el olor de la hojarasca húmeda que llenaba sus pulmones tan solo un suspiro antes dieron paso al susurro monocorde de la milenaria villa de origen romano. El arrullo de pies descalzos entre la espesura que tanto reconfortaba a una nostálgica Icaria con la sensación de fraternal amparo, forjada día tras día e incursión tras incursión junto a la tropa, se desvaneció al paso de una moto con demasiados decibelios en su escape.



A pie de calle, oculto tras el vidrio de una ventana, la mirada acerada y familiar de un anciano que la observaba con el descaro propio de la edad. Y como si no hubiesen transcurrido más que un par de horas desde su fugaz encuentro, Roque, el pintoresco nigromante capaz de mutar bellota en mármol, pide paso en la línea de reminiscencia.

Se cuenta por décadas el tiempo en que un diminuto y extinto parterre ocupaba el centro del pequeño ágora. En él, con ilusión y curiosidad, había sepultado Icaria su pétrea simiente siendo aún una niña. Se perdía en la larga noche de los tiempos el momento en que ese recuerdo no inundaba sus sentidos. Evocaba ahora, con extrema nitidez, el suave tacto del marmóreo fruto en su mano. Siempre frio por más cobijo que le procurase. Tierra húmeda bajo sus uñas tras escarbar el oportuno hoyo en el que inhumar el pétreo fruto. Miradas furtivas en el trance de sepultar, lanzadas por oriundos y bañistas, clavándose en su cabellera trigueña. Olor acre en los vapores de las caldas rayanas: vahos sulfurados y sódicos. Todo eso y más, palpitaba ahora bajo las pieles del alma de una Icaria adulta, tan vívido como en aquella lejana ocasión.



Despedida incierta de comadres con mucho que decirse. Una que se va, otra que se queda pero nadie se mueve. Icaria se vuelve para contemplar, de nuevo, la calle desierta. Ante sus ojos, recortado en blanco sobre el vano de la puerta de un hogar vacuo, el contorno en sombra del último quinto de su mesnada al partir sin previo aviso. Costal al hombro y sin volver la mirada, temerosa de mudar su ser en sal bíblica. Resignación ante un mundo que se desmorona con languidez. Soledad y ternura en compañía de Madre Luna. Aún puede sentir sobre su cara las fanegas de cariño en forma de besos que ésta vertía en ella. Cálidos aún pese al tiempo, como marcas de fuego bajo la dermis.



Arrullo monótono de un regato bajo sus pies, evocando el recuerdo de aguas oscuras como el alma de un pecador orgulloso de serlo. Paralizante terror de infancia que brota al filo de una vida que se repliega en retirada. Fatídico el día en que a punto estuvo de entregar su alma al barquero. Diluidas de nuevo las pupilas de la niña, ya adulta.

Y arribó el temido momento, tras dos décadas trabajando en las caldas que dieron origen a la villa termal. Entorno hostil para quien teme al líquido elemento. Un día para no olvidar jamás. Cuatro flancos cercados por agua y una horda de fantasmas agazapados bajo el pecho. Una vida que se debate con la muerte en el vaso del tepidarium. Tan solo a un puñado de brazadas desde el linde; todo un océano profundo e infinito. Agua por el esternón. Expulsada, aunque solo de forma temporal, la ponzoña que la había paralizado desde antaño.

Ante todo, vida.

Temor por perder la ajena. Temor por conservar la propia.



Laborioso es para la dama discernir entre realidad y parábola cuando presente y pasado se funden ante sus pupilas, de un azul tan suave como piel de recién nacido. Caminar errático que concluye sin arreglo en la Praza do Baño, entre ensoñaciones y morriñas. Al doblar la esquina junto a D. Francisco, el eco de sus pisadas se abre como un río a la mar, tornando noche el día. No estaba sucediendo en realidad. De aquello hacía al menos un par de años, pero entonces no había concedido al episodio la importancia que éste reclamaba a golpe de repentina y densa oscuridad. A penas un cuarto de hora y el sol volvió a brillar con su halo de majestuosidad y elegancia. A partir de ese momento, tal y como había sido profetizado por el secretario del alquimista, el fruto que Icaria había sepultado en su tierna infancia comenzó a brotar desplazando las pesadas losas, en un agónico intento por abrirse paso en busca de un rayo de luna errante. De la bellota brotó un quercus robur2 de poderosas raíces. Un tocón casi milenario emergió en el centro de la plaza y de este, en primavera, floreció una zantedeschia aethiopica8 de proporciones titánicas. En apenas unos días, del capullo eclosionó una joven que, atravesando flor y tallo, se fundía con los restos del quercus. El singular conjunto formaba una escultura de finísimo talle e inmaculado mármol blanco.

Icaria entró en la plaza cegada por la súbita oscuridad que anegaba su mirada. Caminó certera al centro de la misma, sabedora de que algo suyo moraba entre las losas de piedra añeja. Temerosa y confiada por igual.

Al rato, el sol hendió las tinieblas. La dama, que antaño había sido una niña, se encontró, frente a frente con sigo misma. Contempló con descaro y asombro su pétrea figura. Recortada contra la bóveda celeste se alzaba, con la soberbia impostada por un cantero omnisciente, la pétrea mujer-cala germinada tiempo atrás. Velada mirada perdida en poniente.

Una braza más abajo, con el corazón encogido por un arrebato de congoja e incertidumbre, Icaria evoca en su mente extasiada la imagen somera de su padre, cantero de profesión. Recuerdo etéreo diluido entre las brumas del tiempo, pero vigoroso en el punto por el embrujo del momento.


Quadratum 2020  |  1000x400  |  Bolígrafo sobre madera.


- Fin -


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1.- Castanae savita                Castaño

2.- Quercus robur                       Roble

3.- Corylus avellana             Avellano

4.- Anas platyrhynchos               Pato

5.- Sturnus vulgaris            Estornino

6.- Alectoris rufa               Perdiz roja

7.- Alnus glutinosa                      Aliso

8.- Zantedeschia aethiopica      Cala


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Agradecimientos:

No es riguroso el orden de intervención, pero casí:



ICARIA, sois el catalizador por el cual ha florecido este relato a su propia primavera. Principio y fin de una historia que continuaréis escribiendo con cada paso dado.

Desinteresada benefactora del mundo y sus criaturas.

Mi amiga. Dicho a boca llena y con todas las letras.


MONARCA ESLAVO de nombre real, que circunstancialmente habitáis mi misma escalera.

Vos que habéis prestado vuestra ingeniería con diligencia y buen hacer, sin necesidad de más cuestiones que las imprescindibles.


PROFESOR DE LATÍN, por iluminar mi ignorancia en esa lengua muerta a la que dais vida.

Y a vuestro primogénito, dotado de pistones donde vos y yo tenemos piernas, por haber porteado, raudo y veloz, mis cuestiones más básicas.


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No es el problema, es el sudor que lo resuelve.

No es el regalo, es el amor que lo envuelve.

Desenchufado | EL MONO